miércoles, 5 de marzo de 2014

Una noche cualquiera



Estaba lloviendo a mares, pero eso nos daba igual. Llevábamos días encerrados cada uno en su rutina y ya era hora de salir. Lara llevaba media hora en el baño, y solo dios sabe si lo único que hacía era arreglarse. Cuando pasas tanto tiempo con una chica la tensión sexual acaba estabilizándose; la cosa es en qué punto. La conocimos una noche en una discoteca de mala muerte cerca de Moncloa hace casi tres meses, y nos acabamos llevando muy bien. Especialmente Javi.

Mientras tanto, los chavales y yo nos poníamos finos en el salón a base de whiskey y buena hierba. Cuando el alcohol se deslizaba por la superficie del vaso y contactaba con los hielos, se resquebrajaban como lo hacíamos nosotros después de estar un buen rato bebiendo. Hector se estaba liando un canuto que atentaba contra las leyes de la física; Javi y yo simplemente observábamos el minucioso procedimiento.El ventilador del techo giraba cada vez más lentamente, y actuaba de motor de la atmósfera en la que estábamos sumidos. Por fin Lara salió del baño y reclamó su parte del pastel. La verdad es que estaba espectacular. Se había puesto la misma camiseta que llevaba el día que nos hipnotizó a todos, pero esta vez con unos vaqueros cortos ajustados y unos botines negros. Podía oler su pelo a través del ambiente viciado de porros y tabaco. Y cómo olía. En ese momento, con uno de los cinco sentidos me bastaba para fantasear. Cada movimiento que salía de su cuerpo derrochaba un sucio morbo tan sutil que para el ojo inexperto pasaba por sensualidad, pero a mí no me engañaba. Tenía que ser una loba sedienta de sexo salvaje, aunque con un autocontrol intachable, todo hay que decirlo.

Cuando estuvimos los cuatro a tono decidimos levantarnos del sofá. Una vez en pie nos dimos cuenta de que quizá estábamos algo más que a tono. Hector estaba tan borracho que hizo el amago de salir del piso por la puerta del armario. A trompicones salimos del apartamento de Lara y nos pusimos rumbo al centro. Seguía diluviando, así que decidimos tomar una astuta y cara decisión: coger un taxi. El salpicadero estaba sucio, la tapicería algo pegajosa, pero el conductor era un encanto. Su conversación era agradable y fluida, y tuvo el detalle de parar el taxímetro a un par de calles de nuestro destino (durante la charla dejamos caer que no teníamos mucho dinero).

Pese al mal tiempo, Malasaña estaba colapsado de gente ansiosa de alcohol, fiesta y quizá un polvo ocasional en el lavabo. Becarios oficinistas, frikis informáticos, hipsters de starbucks, erasmus etílicos... para todos ellos había un hueco entre estas calles de depravación. Sin más demora dimos una vuelta por los alrededores en busca de un sitio económico. No tardaron en asaltarnos un par de relaciones que nos ofrecían garrafón a un precio desorbitado, pero con una alegría y un entusiasmo propios de quien habla de una auténtica ganga. Sin dejarnos engañar por este par de soplapollas y otros cuantos que vinieron, acabamos por azar y cansancio frente a la puerta de un garito. Nos quedamos mirando la puerta, aunque a Javi se le iban los ojos hacia el escote de Lara. Y no me extraña.

Entramos a aquel tugurio gratuito, repleto de pobres diablos como nosotros. El local era pequeño, sin ventanas y decorado de forma estrafalaria. Una maqueta de un seiscientos simulaba haber atravesado la pared frente a la barra, y una diana escacharrada iluminaba más el baño que la bombilla de su interior. Era un garito sin sentido, pero ponían buena música. Nos pedimos un par de copas y nos sentamos en unos taburetes que acababan de abandonar unas gordas góticas. Lara empezó a soltarse, entró en un estado de exaltación de la amistad que se acrecentaba con cada trago, rozando peligrosamente la línea entre simpatía y sexualidad. Javi también estaba animadillo. Apostó con Lara que después de dos chupitos de tequila sería incapaz de pedirle el tercero al camarero sin mofarse de su ridículo peluquín. Hector y yo nos percatamos de la química que había entre estos dos, así que fuimos a buscar la nuestra.


Fumando un cigarro fuera acabamos hablando durante media cajetilla  con dos chicas a las que les pedimos fuego. Estudiaban bellas artes, y no eran las típicas pretenciosas que van de artistas por la vida. No. Eran naturales, como si nos conocieran de siempre. Su cortesía inicial se torno a cariñosa complicidad. Luego nos dijeron que se habían comido medio gramo de eme y lo entendimos todo. La conversación empezó a subir de tono. La rubia me preguntaba que si estaba abierto al sexo en grupo. Ante esta pregunta intenté disimular lo ojiplático de mi expresión sin llegar a nada. Pero a ellas no pareció importarles. Al final acabaron proponiéndonos acabar la fiesta en su casa. Entramos al bar para avisar a Javi de que nos íbamos, pero nos ofreció un plan alternativo. Unas amigas de Lara andaban por allí cerca y se ofrecían a llevarnos en coche a casa. Los tres dudábamos. El sexo era seguro con las chicas de fuera, pero Javi tenía las llaves de su coche en mi casa, y si las amigas de Lara nos llevaban, follaríamos todos al calor del hogar. Elegimos la opción de Javi. ¡Y en qué momento!


Fuimos tan ruines que ni avisamos a las chicas de fuera de que al final nos íbamos sin ellas. Cuando llegaron las amigas de Lara tuvo lugar el primer bajón: la belleza brillaba por su ausencia. Y por si fuera poco, no paraban de poner pegas a la noche que habían pasado. Con tanta queja los ánimos de todos fueron bajando, y se precipitaron del todo cuando, al dejarnos en mi portal, todas (incluso Lara) se marcharon. Los tres nos miramos y nos echamos a reír. Subiendo en el ascensor nos lamentábamos por el calentón que llevábamos encima, y recordábamos el día en que en una situación similar, acabó salvándose la noche por una orgía inesperada. Pero eso es otra historia, una noche que no fue una cualquiera.






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