martes, 22 de abril de 2014

El Camino Del Guerrero








Miré a mi alrededor e inspiré su aire. En lo más profundo de aquel momento lo que sentía era tan intenso que no sabría como llamarlo. El miedo que respiraba se entremezclaba con la valentía de cuantos me acompañaban. Pero el miedo era innegable. Ninguno lo tenía pero estaba allí, rodeándonos como lobos hambrientos a su presa.

Hacía frío, y más con el viento que soplaba sobre la extensa pradera. No se oía ni un alma, solo nuestros pasos y el crujir de hojas y palos bajo ellos. La luna brillaba tanto que ni las nubes la eclipsaban. Siempre visible en lo alto del cielo. Su luz se extendía a lo largo del valle, iluminando la hierba y reflejándose en los charcos. Avanzábamos deprisa, pero con la cautela de ser nosotros quienes vieramos al enemigo y no al revés.

Miraba atrás y me daba cuenta de que en mi vida no había existido la paz. Parece obvio viniendo de un soldado, pero estoy convencido de que hubiese sido igual en cualquier otro oficio. Siempre habría dos contrarios que se enfrentaran, ya fuera mi voluntad contra la de otro o una guerra civil interna en la que la cabeza se revela contra las entrañas. Pero eso poco importaba ya, cuando todo mi cuerpo estaba sincronizado, preparado para entrar en acción. Justo antes de empezar la batalla ya sabía que iba a dar comienzo, aun sin una señal objetiva de ello. La calma que precede a la tempestad. Pero esta vez la sensación no se refería únicamente a lo inminente del combate, sino a su trágico final. No sabíamos si saldríamos victoriosos, pero el desenlace no sería en vida. 

Al final del prado se extendía una basta masa boscosa que llegaba hasta donde la vista alcanzaba. Conforme nos acercábamos se escuchaban tambores y gritos de miles de hombres. Los choques de sus escudos generaban un estruendo continuo que emanaba del bosque como el rugido de una bestia. Muchos pensarían que lo peor de esto es el enfrentamiento con el enemigo, la sangre y el metal. Pero no es así. El verdadero camino del guerrero es este, en el que aún no se ha desenfundado la espada, en el que se atisba La Muerte, que al no poder tocarte aún te permite pensar. Me imaginaba tumbado sobre la hierba del jardín de mi casa, mirando las estrellas en una quietud absoluta. Me imaginaba abrazando a mi mujer y diciéndola que no iba a pasar nada. Todo hipocresía barata, pero porque amar a una persona conlleva ese tipo de cosas. También pensaba en lo que iba a echar de menos a mis amigos, a los que estuvieron siempre y a los que me habría gustado tener más tiempo a mi lado. Pero sin duda lo que más me atormentaba era mi hijo. El niño que venía de camino que ni si quiera tenía nombre. Me preguntaba si había sido legítimo tenerlo sabiendo el poco tiempo que me quedaba en este mundo. ¿Con qué derecho arranqué un alma de la inexistencia para que creciera sin padre?¿Qué se plantearía más mayor, cuando supiera toda la historia? Pues seguramente no mucho. Mi pueblo conceptúa la vida como un deber, y no como un derecho.   Nuestro deber es luchar para que otros tengan derecho a desempeñar este deber.Lo único que esperaba era que al salir el sol nuestro fin hubiera alargado el de nuestra gente. En cuanto esta idea se desvaneció todo el pelotón se detuvo ante el sonido de un cuerno enemigo. Me ajusté el casco a la cara y desenfundé la espada. Ya empezaba.

miércoles, 2 de abril de 2014

Nía onírica



Llegado el momento se desnudó y se metió en la cama. La suavidad de su piel se tropezó con las sábanas, del mismo tacto pero frías como un témpano. Se acurrucó junto a la pared mientras se frotaba delicadamente los pies, uno contra el otro, escondiéndolos poco a poco bajo el edredón. Cuando la zona de la cama en la que estaba tumbada se calentó, giró en redondo hasta quedarse frente a la ventana. La persiana estaba bajada, pero no lo suficiente como para impedir que la luz de la farola la atravesase en pequeños haces rectangulares que se proyectaban en la pared como una formación militar de mondadientes. Contándolos acabó quedándose dormida.

Súbitamente se vio en medio de una gigantesca sala repleta de gente. No había mucha luz. Más bien un destello ciego que cambiaba de color de forma aleatoria, y una música ensordecedora que le hacía retumbar el pecho. Ciertamente no estaba muy segura de dónde estaba o qué había allí. Lo único que percibía de forma nítida era lo emocional. Se sentía feliz, rodeada de sus amigos en una gran fiesta. No podía distinguir las caras de todos, pero sabía que estaban allí. Todo eran sonrisas y agradables compañías, hasta que le vio a él.

 Estaba en el lado opuesto de la sala rodeado de varias personas, pero a quien miraba era a ella. De pronto comenzó a acercarse, abriéndose paso entre la agitada muchedumbre.  La iluminación cobró un tono rojizo, que se iba intensificando conforme él se aproximaba. Sus ojos, los de él, se clavaron en sus pupilas, las de ella, que se estremecieron hasta hacerse diminutas. Cuando estuvieron uno frente al otro, la sala enmudeció y él dijo:

-Se quién eres, Nía.

 Un escalofrío le recorrió la espalda al tiempo que apretaba los puños. Para su sorpresa, Nía notó que tenía algo entre las manos: Dos hojas largas y afiladas de cristal. No estaba muy segura de si las tenía desde el principio o de si se habían materializado en aquel mismo momento. Las sostuvo con firmeza y arremetió con ellas contra el que consideraba su agresor. La fina textura del cristal se vio salpicada de sangre, que brotaba sin parar por los repetidos golpes asestados. Tras la séptima puñalada, el hombre se desplomó.

Nía quedó paralizada un instante. Cuidadosamente se fue agachando hasta ponerse a su altura. Este tomó uno de los cristales de la mano de ella, y sin mediar palabra comenzó a golpearlo suavemente contra el suelo. Nía no entendía cómo, pero la percusión entre el trozo de vidrio y el cemento sobre el que descansaban generaba un sonido indescriptible. Fue transformándose en algo hermoso, con una musicalidad y armonía nunca antes escuchada. Tan maravillada quedó que ya no sentía aprensión ni odio hacia el hombre que yacía ensangrentado en el suelo. Con el otro trozo de cristal colaboró en aquella extraña melodía.Una oscuridad densa y fulgurante iba apoderándose de la sala. Avanzaba como una nube de humo que desdibujaba el delirio en el que  Nía se encontraba. Hubo un instante que toda la sala se hallaba envuelta por este siniestro velo, salvo un halo de unos dos metros, donde ellos con los cristales continuaban. El halo fue encogiendo hasta ser un rayo que apuntaba a los ojos de Nía. Fue entonces cuando despertó.