miércoles, 2 de abril de 2014

Nía onírica



Llegado el momento se desnudó y se metió en la cama. La suavidad de su piel se tropezó con las sábanas, del mismo tacto pero frías como un témpano. Se acurrucó junto a la pared mientras se frotaba delicadamente los pies, uno contra el otro, escondiéndolos poco a poco bajo el edredón. Cuando la zona de la cama en la que estaba tumbada se calentó, giró en redondo hasta quedarse frente a la ventana. La persiana estaba bajada, pero no lo suficiente como para impedir que la luz de la farola la atravesase en pequeños haces rectangulares que se proyectaban en la pared como una formación militar de mondadientes. Contándolos acabó quedándose dormida.

Súbitamente se vio en medio de una gigantesca sala repleta de gente. No había mucha luz. Más bien un destello ciego que cambiaba de color de forma aleatoria, y una música ensordecedora que le hacía retumbar el pecho. Ciertamente no estaba muy segura de dónde estaba o qué había allí. Lo único que percibía de forma nítida era lo emocional. Se sentía feliz, rodeada de sus amigos en una gran fiesta. No podía distinguir las caras de todos, pero sabía que estaban allí. Todo eran sonrisas y agradables compañías, hasta que le vio a él.

 Estaba en el lado opuesto de la sala rodeado de varias personas, pero a quien miraba era a ella. De pronto comenzó a acercarse, abriéndose paso entre la agitada muchedumbre.  La iluminación cobró un tono rojizo, que se iba intensificando conforme él se aproximaba. Sus ojos, los de él, se clavaron en sus pupilas, las de ella, que se estremecieron hasta hacerse diminutas. Cuando estuvieron uno frente al otro, la sala enmudeció y él dijo:

-Se quién eres, Nía.

 Un escalofrío le recorrió la espalda al tiempo que apretaba los puños. Para su sorpresa, Nía notó que tenía algo entre las manos: Dos hojas largas y afiladas de cristal. No estaba muy segura de si las tenía desde el principio o de si se habían materializado en aquel mismo momento. Las sostuvo con firmeza y arremetió con ellas contra el que consideraba su agresor. La fina textura del cristal se vio salpicada de sangre, que brotaba sin parar por los repetidos golpes asestados. Tras la séptima puñalada, el hombre se desplomó.

Nía quedó paralizada un instante. Cuidadosamente se fue agachando hasta ponerse a su altura. Este tomó uno de los cristales de la mano de ella, y sin mediar palabra comenzó a golpearlo suavemente contra el suelo. Nía no entendía cómo, pero la percusión entre el trozo de vidrio y el cemento sobre el que descansaban generaba un sonido indescriptible. Fue transformándose en algo hermoso, con una musicalidad y armonía nunca antes escuchada. Tan maravillada quedó que ya no sentía aprensión ni odio hacia el hombre que yacía ensangrentado en el suelo. Con el otro trozo de cristal colaboró en aquella extraña melodía.Una oscuridad densa y fulgurante iba apoderándose de la sala. Avanzaba como una nube de humo que desdibujaba el delirio en el que  Nía se encontraba. Hubo un instante que toda la sala se hallaba envuelta por este siniestro velo, salvo un halo de unos dos metros, donde ellos con los cristales continuaban. El halo fue encogiendo hasta ser un rayo que apuntaba a los ojos de Nía. Fue entonces cuando despertó.



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